Foto: Veneoligía.com
El reciente ingreso de una de mis mejores amigas a la plantilla de profesores de la UCV fue la excusa para visitar mi alma mater. La nueva profe tiene bastante tiempo libre entre clases, y yo unas cuantas horas de ocio disponible, así que quedamos en vernos allí.
Creo
que el amor que sentimos los ucevistas por la Universidad es realmente inexplicable,
es como aquellas relaciones que sabes que están deterioradas, pero que a su vez
te brindan una zona de confort que un romance nuevo no te puede dar.
Me
estacioné en el Universitario, esta vez no tenía la estela de orina que la
fanaticada del béisbol suele dejar por sus columnas (se nota que no estamos en
temporada). Mi amiga y yo almorzamos en la Asociación de Profesores,
aprovechando los beneficios que tiene el dejar de ser alumnas, y luego entramos
a la Universidad a buscar unas copias.
Por
esa entrada te recibe la canchita de ingeniería, llena de pichones de ludópatas
que aparentemente realizan un Máster en truco. Mañana, tarde o noche los ves totalmente
concentrados en su juego, como si nada en este mundo fuera más importante que
esa partida.
En
el pasillo de los libros el tiempo no transcurre, todo está exactamente igual a
hace siete años cuando me gradué de la universidad. Están por supuesto los
libreros, donde encuentras desde Rimbaud hasta los últimos best sellers, los
libros de derecho envueltos en plástico transparente y los millones de formatos
en los que se ha impreso la Constitución. Se encuentran intactos los cráteres
en el piso que no han arreglado, la música pop de la Radio UCV que sale del
techo, los cultísimos vendedores de películas piratas, las paredes desconchadas
del sector de las fotocopiadoras, y los consentidos y absolutos dueños del
pasillo, los perros callejeros.
Pasé
por el cafetín de Ingeniería (del cual siempre me quejé por su total falta de
estética y en donde nunca dejé de comprar mi café de la mañana) y seguí
caminando hasta entrar a la Facultad de Humanidades. Los recuerdos de los cinco
años exactos que pasé en la Universidad, me venían en imágenes infinitas. Subí
la rampa de la Escuela de Artes (o debería decir de Letras) y finalmente estaba
allí de nuevo, frente a los salones. El pasillo está integro, el olor a
cigarrillo, las paredes de azulejos aguamarina, los bancos de madera, la
viejita de la fotocopiadora, los alumnos tirados en el suelo. Me asomé en un
salón cualquiera y vi a mi profesor de literatura, vestido de blanco, como
siempre. Recordé los versos de Shakespeare que desmenuzábamos en clases y pensé
en la infinidad de preguntas intensas que en esos salones se han formulado.
En
la visita no podía dejar de toparme con uno de esos eternos estudiantes, aquellos
personajes sin edad que tienen más de una década en la Escuela, e
inevitablemente me pregunto cómo alguien puede pasar tantos años de su vida
entrando a los mismos salones, viendo las mismas materias. Creo que debe ser
una decisión de vida, quizás el estar allí los hace sentirse eternamente
jóvenes.
Después
de buscar las copias nos tomamos un café en Arquitectura, porque siempre nos
gustó más ese cafetín. Recordamos a los profesores piratas, los amores
platónicos y las miles de horas que pasamos estudiando/chismeando en la Universidad.
Al salir de allí observé por un segundo la Facultad de Arquitectura, con sus blancos
móviles de Calder, y sentí el amor que Villanueva dejó en ese espacio.
Esta
vez no recorrí Tierra de Nadie, ni fui a la Plaza Cubierta, realicé el mismo
recorrido sencillo que hacía todos los días hace unos años, pero fue suficiente
para recordarme lo que amo mi UCV, con su lenta decadencia, con su no pasar del
tiempo. La amo porque en ella adquirí conocimientos invalorables, conocí a
gente diferente a mí que me marcó para siempre y gané grandes amigos. Fue allí
donde comprendí que el país existía más allá de mi colegio y mi urbanización,
me di cuenta que era más inteligente de lo que pensaba y me llevé el eterno
orgullo de graduarme por todo lo alto.
La
UCV es como Venezuela, un pequeño universo donde se reproduce lo que pasa en el
país, ves la pobreza y la riqueza, ves al vago y al fajado, su infraestructura
día a día se viene abajo, pero su abrumador paisaje nos presenta lo mejor del
trópico con su verdor constante y su eterna postal del Ávila. La Central es una
hermosa señora con ropaje manchado al que hay que darle una lavadita, no hace
falta transformarla sino restaurarla, hay que traerla con cuidado hasta nuestro
tiempo, para que la cita con la modernidad no la altere, ni la espante. Hoy le
dije hasta pronto con cariño, porque espero seguir visitándola siempre, allí ha
quedado una parte de mi y de todos aquellos que pasamos los mejores años de
nuestras vidas entre sus jardines, sus mosaicos de colores y su cemento ni tan
pulido.
Mi amada Andre... ¡Que hermosura!
ResponderEliminarAunque no estudié en la Central, trabajé un tiempo, hace una eternidad (apenas estabas naciendo), como secretaria en la Escuela de Ing Mecánica... Me hiciste llorar.
Porque es hermosa, esta Universidad, su arquitectura, su energía, su dolor y su alegría.
¡Que hermosa descripción y que hermosa comparación con nuestra amada Venezuela!
¡Gracias!
Andre siempre la visitarás a través de tus recuerdos, sus olores, tus conocimientos y sus paisajes que están en tu corazón y que Gracias a Ella tienes...
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