Mi padre, como buen ex-Pdvsa, fue a parar a un país raro. Casi todos los petroleros venezolanos que han decidido buscar suerte en el exterior terminan viviendo en un sitio que algunos catalogarían “exótico”. Muchos consiguen trabajo en algún remoto país de África, Asia, o el norte de Europa, y por su puesto están los que terminan en el mundo árabe, como es el caso de mi familia, que hace unos años se mudó a Doha, capital de Qatar.
Cuando después de dos años al fin llegó el momento de
ir a visitarlos yo estaba muy emocionada por ir al Medio Oriente. Tenía el
siguiente itinerario: Caracas- Panamá- Amsterdam- Dammam- Doha, en total serían
18 horas de vuelo y más de 24 horas viajando, entre conexiones y escalas. Cuando
finalmente el avión tocó tierra qatarí vi la gloria, quería salir rápido para
encontrarme con mi familia, pero esto no sería tan fácil. La cola de inmigración
era de cientos de personas provenientes de todas partes del mundo: chinos,
indios, filipinos, africanos, americanos, europeos, y pare usted de contar, que
llegan a Doha con un mismo propósito: trabajar. Desde altos ejecutivos, hasta
mano de obra calificada, todos vienen a desarrollar este país que pretende ser
la nueva joya del desierto.
Doha es una ciudad que se encuentra en plena expansión
y tiene construcciones por doquier, el lujo y la opulencia se hace presente en
todas esas modernas edificaciones que poco a poco van sustituyendo a las zonas
viejas. La meta de la ciudad es transformarse y expandirse, para ello han
traído a los mejores ingenieros y arquitectos del mundo, quienes tienen como
misión crear increíbles museos, complejos deportivos, zonas residenciales de
lujo, edificios de oficinas novedosos, ciudades universitarias y centros
culturales. Todo con la mejor tecnología, excelentes materiales y los mejores
talentos. El gobierno no está escatimando en la inversión, quieren convertirse
en un ejemplo de modernidad y sin duda lo están consiguiendo.
El color beige es predominante en casi todas las
construcciones, lo cual crea un panorama monocromático, porque se funde con los
colores de la naturaleza. En Doha todo lo que te rodea está cubierto por una
fina pero visible capa de arena, que se inmiscuye en las casas, en el carro, en
la ropa. Todavía no hay casi árboles a pesar del gran esfuerzo que hacen por
arborizar la ciudad, no es fácil sembrar todo un desierto.
Una de las cosas que impacta en los primeros días es
el código de vestimenta de los qatarí, porque salir a la calle y ver a casi
todo el mundo vestido igual realmente impresiona. Todos los hombres qatarís
utilizan una túnica blanca impecable y perfectamente planchada, llevan
sandalias marrones o negras (porque no les gustan los zapatos cerrados) y en la
cabeza se colocan un turbante de cuadros blancos y rojos, que suelen aguantarse
con una especie de cintillo redondo o que doblan cuidadosamente para crear elegantes
formas con la tela.
Las mujeres van cubiertas con una túnica negra llamada
Abaya, que suelen decorar únicamente con
bordados en las mangas y el cuello. En su mayoría llevan el cabello velado con un
burka igualmente negro, con el que además (si lo desean) pueden taparse parcial
o totalmente el rostro, dependiendo del gusto familiar. Como ellas no pueden
demostrarle al mundo sus atributos físicos, ni lucir en la calle las costosas
vestimentas que llevan debajo de las abayas, sólo les queda presumir con sus
accesorios y lo hacen por todo lo alto: los tacones, las carteras y los lentes
de sol son sumamente vistosos, y cobran gran protagonismo en su estética
personal. Otro asunto es que absolutamente todos, hombres y mujeres, van muy
perfumados, con aromas muy dulces, fuertes y penetrantes, que son muy distintos
a lo que los conocemos en occidente. Son olores empalagosos creados a base de
pachulí, que al olerlos se instalan en el entrecejo y dejan una estela a su
paso.
Los hombres y las mujeres andan en grupos separados ya
que no pueden socializar entre sí, a menos que estén casados y compartan en
familia, pero es muy común ver a grupos de jóvenes, sólo de hombres o sólo de
mujeres, compartiendo en el centro comercial y caminando agarrados de la mano. Las
mujeres suelen andar acompañadas por sus empleadas de servicio, que en la
mayoría de los casos son mujeres filipinas, las cuales se encargan de atender a
los niños mientras ellas están de compras.
Los qatarí, a pesar de convivir con tantos extranjeros
en su propia tierra, no se relacionan con estos. Forman una sociedad cerrada y
es muy difícil que se abran para entablar una relación de amistad, hay un muro
invisible que los separa del resto de los habitantes de Doha, un muro a través
del cual se pueden ver, pero no cruzar. Estoy prácticamente segura de que los
occidentales les causamos tanta curiosidad como ellos a nosotros, las mujeres
nos miran con intriga detrás de sus burkas e imagino que se hacen las mismas
preguntas: ¿cómo hablan?, ¿qué comen?, ¿cómo viven?.
En Doha no hay perros callejeros, sino muchos gatos,
dicen que los llevaron hace unos años para acabar con una epidemia de ratas. Las
mascotas favoritas de los qatarí son los halcones, además son un símbolo de
estatus, en el centro de la ciudad hay un hospital especial para ellos y se
dice que el Emir tiene un avión exclusivo para transportar los suyos. Otra
particularidad es que al ser un país musulmán no es fácil conseguir alcohol o
productos derivados del cerdo, sólo hay una tienda en Doha autorizada para
venderlos y debes sacarte una licencia especial para comprar allí. A este lugar
acuden los extranjeros para comprar lo que en Qatar es un tesoro preciado:
jamón, chuletas, vinos, whisky, cervezas, vodka, entre otros artículos prohibidos.
Los carros vienen siendo en Qatar como una extensión
de la ropa, específicamente de la masculina, porque todos los qatarí andan en
camionetas blancas (al igual que sus túnicas). Si ves algún carro de otro color
probablemente sea de un extranjero, nunca de un qatarí.
Un fin
de semana fuimos a hacer un tour en el desierto, al llegar al sitio te montan
en una camioneta (blanca por supuesto) y te vas con un conductor experto a
lanzarte por las dunas a toda velocidad. Es la misma sensación de ir en una montaña
rusa, pero sin estructura y manejada por un simple mortal que fácilmente puede
perder el control, obviamente es peligroso pero muy emocionante. Como le caímos
bien al guía, que era un qatarí bastante
abierto y muy poco tradicional, nos quiso llevar a una zona en la mitad del
desierto donde van todos los adolescentes locales a realizar competencias,
viene siendo como una especie de “racing” pero en versión árabe. Recorrimos
aproximadamente dos horas dentro del desierto cuando de repente comenzaron a
rodearnos muchas camionetas a toda velocidad. Ya nos acercábamos al sitio, y
justo en la cúspide de una montaña de arena logramos visualizar a miles de
camionetas blancas estacionadas frente a una duna empinada como una pared,
donde los pilotos expertos hacían peligrosas piruetas, mientras el resto los
observaba. Rodamos entre ellos pero era obvio que se sentían incómodos con la
presencia femenina y además extranjera, así que no nos quedamos mucho tiempo.
El regreso fue hermoso, el sol se ve definitivamente más grande de ese lado del
mundo y los atardeceres entre las dunas y a la orilla del mar, son mágicos.
Otro de
los lugares emblemáticos es el Souq, es un antiguo mercado que ha sido remodelado
pero mantiene su esencia ancestral, con millones de puestos para comprar todas
las cosas típicas de Qatar y lo mejor de Asia: pashminas, sedas de la India,
infinidad de especias, lámparas de Turquía, aves exóticas, orfebrería egipcia,
entre miles de objetos más. También se puede comer al algún restaurant tradicional,
fumar shisha, montar camellos, ver espectáculos nocturnos o simplemente pasear.
Durante
el viaje conocí muchos sitios interesantes y hay infinidad de diferencias
culturales que contar, sobretodo en un lugar donde confluyen personas de todas
partes del mundo y cada quien trae consigo su manera de vivir y de pensar. Pero
definitivamente lo que más disfruté fue que a pesar de estar en el otro lado
del planeta conviviendo con una cultura tan ajena, pude sentarme en familia y
sentirme igualmente, en casa.
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