Entrar a casa de Nacha siempre me pareció que era lo más parecido a traspasar hacia otra dimensión o hacer un salto hacia un pasado añejo. Para ser honestos, nunca queríamos ir, ni mis padres, ni mis tíos, ni mis primos, mucho menos mi hermana mayor y yo, simplemente éramos arrastrados por la fuerza demoledora que generaba en nuestro interior la trompa inconforme de mi abuela. Así que todos los 25 de diciembre y los 1ros de enero en un sutil acto de obligación adquirida debíamos montarnos en los carros, manejar dos horas hacia Cabimas y pasar un buen rato en el lugar más caliente del planeta: la casa de Nacha, mi bisabuela.
Nacha
era una mujer recia de carácter a la que parecía que no le corría sangre sino
ácido corrosivo por las venas, a pesar de todo ello nosotros la llamábamos
“abuelita”. Dicen que la muerte de una hija de trece años le cambió la vida y
la secó como una planta cuando deja de recibir agua. Su alma era igual que un tronco
duro, áspero y lleno de grietas. Pero tengo que hacer justicia a mi bisabuela,
a mí nunca me hizo mal, éramos el lado de la familia al que trataba con cierto
afecto, pero las historias sobre el alcance de su hiriente lengua son extensas,
duras, feas. Era una especie de Doña Bárbara sin llano, a la que todos rendían esa
pleitesía que nace del miedo.
La vida
es irónica, después de pasar unas tiernas y divertidas veladas navideñas en
Maracaibo, terminábamos (al día siguiente) empotrados en unos muebles de cuero
vinotinto a unos cuarenta grados de temperatura, mientras veíamos el Desfile de las Rosas en el televisor
antiguo de la sala de Nacha. Dicha actividad era interrumpida por el almuerzo,
cuando a pesar del calor nos servían un hervido hirviendo, valga la
redundancia, que teníamos que tomar con buena cara y sin quejarse.
Una de las cosas que más detestaba era el
hecho de tener que saludar a una treintena de familiares sudados que te dejaban
el cachete enchumbado, y que además, con ese “cantar llorao” con el que se
habla en el Zulia, te repetían uno tras otro la misma frasecita “estáis
igualitica a tu madre”.
El tiempo
se estancó en esa casa y todo se mantuvo intacto por más de sesenta años, los
muebles art decó, los techos altos de caña brava, las puertas tipo bar, la
oscuridad de los ambientes, el fuego de la cocina, la impenetrabilidad del
baño, el taller mecánico que funcionaba en el garaje, la pareja de viejitos que
vivían en la parte de atrás, los familiares que vivían en la casa de al lado,
las matas de mango, la tierra, los mosquitos, el calor. Nada cambiaba, nada,
sólo Nacha se fue poniendo un poco más vieja y comenzó a caminar con una
andadera a la que le había guindado una cesta de plástico para meter un peine,
un cortaúñas, la cédula, una carterita, los libritos del rezo y unas
estampitas. Seguía sentándose todas las tardes en el frente de su casa, mirando
hacia la avenida, viendo la vida pasar.
Transcurrieron
los años, me gradué de la universidad, viví en el exterior, me casé y regresé a
Venezuela. Hacia mucho tiempo que no disfrutaba unas navidades en Maracaibo y
por consiguiente mis visitas a Cabimas también habían mermado, pero justo en
diciembre del 2010 fui a recibir el año con mis abuelos y la vida me designó
vivir la muerte de Nacha.
La casa, la gente, el vapor que sale del piso, todo
estaba exactamente igual. La único que seguía cambiando era ella, quien ya no
podía levantarse de la cama y tenía muchos meses acostada, requiriendo
irónicamente los cuidados de una sobrina a la que había humillado millones de
veces cuando tenía fuerzas. La última vez que la vi despierta dirigía su mirada
a un diminuto televisor en el que se veía precariamente El Chavo del Ocho, pero ella ya no estaba allí, tenía la mirada
vacía, era como si el alma se le hubiera ido antes que el cuerpo.
Comenzó a agonizar el dos de enero, aquel ser inmortal
de casi cien años se había convertido en un cadáver que respiraba, con la piel
hecha cartón, y su tamaño reducido al de una niña de diez años. Mi abuela
abnegada no se movía de su lado, lloraba desconsolada tratando de evitar lo
inevitable. Algunos familiares se acercaron arrastrados por una mezcla de
impacto, morbo e incluso dolor. Apareció un nieto borracho que comiéndose un
mango gritaba “aquí me como este mango en honor a la abuela, porque a ella le
gustaba el mango, porque ella era una abuela arrecha”.
Pero como la realidad supera la ficción, justo cuando
ya creíamos que faltaba poco para que su corazón se detuviera, Nacha abrió los
ojos. Una algarabía se generó en el cuarto, “milagro, milagro” gritaban Lilita,
Mario Antonio, Morelia, Dimas, Edwin, Francisco, entre otros familiares, que
emocionados creían que Nacha había revivido. El borracho del mango decía “mi
abuela es una arrecha, es una arrecha”. Uno a uno comenzaron a preguntarle si
los reconocía, ella asentía con la cabeza y cuando un primo emocionado le pidió
la bendición, ella con voz de ultratumba y contra todo pronóstico contestó “que
Dios te bendiga”. Esa noche le dieron de comer con una jeringa, la asearon y
ella se quedó absorta frente a su televisor hasta las dos de la mañana, cuando
cayó de nuevo en coma. Al día siguiente dejó de respirar, su repentino
despertar no había sido más que eso que llaman “la mejoría antes de la muerte”.
Como Nacha quería que la velaran en su casa, los
servicios funerarios se realizaron allí. La prepararon en un cuarto lleno de
peroles que quedaba al lado de la cocina, mientras el decorador fúnebre
realizaba su trabajo. Colocó una alfombra roja envejecida por el uso, con unos
parabanes de madera y una cortina de terciopelo vinotinto. Al set se añadieron
unas columnas tipo griegas que cumplían la función de candelabros, pero que rellenaron
con flores en vez de velas. La combinación de toda esta escenografía, con antigüedad
de la casa de Nacha, creaba un ambiente tétrico y tenebroso. Cuando todo estuvo
listo, vimos cómo el féretro atravesó lentamente la casa, pasando frente a las
habitaciones, realizando su último recorrido hasta que finalmente lo situaron en
el centro de la sala.
Rezamos un rosario sentados en los viejos sofás que se
ubicaron a su alrededor, un ventilador que daba vueltas nos refrescaba cada
seis segundos. Portarretratos con fotos de numerosos nietos y bisnietos,
tomadas en distintas décadas, nos acompañaban en el rezo. Afuera una fila de
sillas manaplast bordeó la fachada de la casa, donde se sentaba la abuela. Se
acercaron personas de distintas edades a dar el pésame y a tomar Nestea,
Papelón con limón y Café que había en unos termos grandes. Ese día conocí a
nuevos misteriosos familiares que constantemente me compararían con mi madre
cuando tenía mi edad. En aquella última visita que le haría a Nacha, sin duda todo
era muy extraño y a la vez demasiado familiar.
Al día siguiente la sacaron de su casa, aquella que
nunca abandonó desde que llegó de Trujillo en los años 50. Era el fin de una
era, salía para siempre la soberana de esa historia, de ese hogar con mil
recuerdos. Se la llevaron en una camioneta hacia Maracaibo, para enterrarla en
un cementerio muy verde que hay en esa cuidad. Vi a mi abuela llorar y nombrar
a cada uno de sus hijos y nietos que no estaban allí en ese momento, y agradecí
profundamente a la vida por haberme permitido estar con ella, abrazarla muy
fuerte y darle juntas el último adiós a mi bisabuela.
Ese día acepté que aunque Nacha y yo nunca fuimos cercanas
ni parecidas, ella también es parte de mi historia, de mi herencia, de mis
genes. Es parte de lo que hoy soy, y de lo que algún día, mis hijos también
serán.
No hay comentarios:
Publicar un comentario