martes, 15 de julio de 2014

Retorno a la UCV

Foto: Veneoligía.com

                    

El reciente ingreso de una de mis mejores amigas a la plantilla de profesores de la UCV fue la excusa para visitar mi alma mater. La nueva profe tiene bastante tiempo libre entre clases, y yo unas cuantas horas de ocio disponible, así que quedamos en vernos allí.

Creo que el amor que sentimos los ucevistas por la Universidad es realmente inexplicable, es como aquellas relaciones que sabes que están deterioradas, pero que a su vez te brindan una zona de confort que un romance nuevo no te puede dar.

Me estacioné en el Universitario, esta vez no tenía la estela de orina que la fanaticada del béisbol suele dejar por sus columnas (se nota que no estamos en temporada). Mi amiga y yo almorzamos en la Asociación de Profesores, aprovechando los beneficios que tiene el dejar de ser alumnas, y luego entramos a la Universidad a buscar unas copias.

Por esa entrada te recibe la canchita de ingeniería, llena de pichones de ludópatas que aparentemente realizan un Máster en truco. Mañana, tarde o noche los ves totalmente concentrados en su juego, como si nada en este mundo fuera más importante que esa partida.


En el pasillo de los libros el tiempo no transcurre, todo está exactamente igual a hace siete años cuando me gradué de la universidad. Están por supuesto los libreros, donde encuentras desde Rimbaud hasta los últimos best sellers, los libros de derecho envueltos en plástico transparente y los millones de formatos en los que se ha impreso la Constitución. Se encuentran intactos los cráteres en el piso que no han arreglado, la música pop de la Radio UCV que sale del techo, los cultísimos vendedores de películas piratas, las paredes desconchadas del sector de las fotocopiadoras, y los consentidos y absolutos dueños del pasillo, los perros callejeros.

Pasé por el cafetín de Ingeniería (del cual siempre me quejé por su total falta de estética y en donde nunca dejé de comprar mi café de la mañana) y seguí caminando hasta entrar a la Facultad de Humanidades. Los recuerdos de los cinco años exactos que pasé en la Universidad, me venían en imágenes infinitas. Subí la rampa de la Escuela de Artes (o debería decir de Letras) y finalmente estaba allí de nuevo, frente a los salones. El pasillo está integro, el olor a cigarrillo, las paredes de azulejos aguamarina, los bancos de madera, la viejita de la fotocopiadora, los alumnos tirados en el suelo. Me asomé en un salón cualquiera y vi a mi profesor de literatura, vestido de blanco, como siempre. Recordé los versos de Shakespeare que desmenuzábamos en clases y pensé en la infinidad de preguntas intensas que en esos salones se han formulado.

En la visita no podía dejar de toparme con uno de esos eternos estudiantes, aquellos personajes sin edad que tienen más de una década en la Escuela, e inevitablemente me pregunto cómo alguien puede pasar tantos años de su vida entrando a los mismos salones, viendo las mismas materias. Creo que debe ser una decisión de vida, quizás el estar allí los hace sentirse eternamente jóvenes.

Después de buscar las copias nos tomamos un café en Arquitectura, porque siempre nos gustó más ese cafetín. Recordamos a los profesores piratas, los amores platónicos y las miles de horas que pasamos estudiando/chismeando en la Universidad. Al salir de allí observé por un segundo la Facultad de Arquitectura, con sus blancos móviles de Calder, y sentí el amor que Villanueva dejó en ese espacio.

Esta vez no recorrí Tierra de Nadie, ni fui a la Plaza Cubierta, realicé el mismo recorrido sencillo que hacía todos los días hace unos años, pero fue suficiente para recordarme lo que amo mi UCV, con su lenta decadencia, con su no pasar del tiempo. La amo porque en ella adquirí conocimientos invalorables, conocí a gente diferente a mí que me marcó para siempre y gané grandes amigos. Fue allí donde comprendí que el país existía más allá de mi colegio y mi urbanización, me di cuenta que era más inteligente de lo que pensaba y me llevé el eterno orgullo de graduarme por todo lo alto.


La UCV es como Venezuela, un pequeño universo donde se reproduce lo que pasa en el país, ves la pobreza y la riqueza, ves al vago y al fajado, su infraestructura día a día se viene abajo, pero su abrumador paisaje nos presenta lo mejor del trópico con su verdor constante y su eterna postal del Ávila. La Central es una hermosa señora con ropaje manchado al que hay que darle una lavadita, no hace falta transformarla sino restaurarla, hay que traerla con cuidado hasta nuestro tiempo, para que la cita con la modernidad no la altere, ni la espante. Hoy le dije hasta pronto con cariño, porque espero seguir visitándola siempre, allí ha quedado una parte de mi y de todos aquellos que pasamos los mejores años de nuestras vidas entre sus jardines, sus mosaicos de colores y su cemento ni tan pulido.


2 comentarios:

  1. Mi amada Andre... ¡Que hermosura!
    Aunque no estudié en la Central, trabajé un tiempo, hace una eternidad (apenas estabas naciendo), como secretaria en la Escuela de Ing Mecánica... Me hiciste llorar.
    Porque es hermosa, esta Universidad, su arquitectura, su energía, su dolor y su alegría.
    ¡Que hermosa descripción y que hermosa comparación con nuestra amada Venezuela!
    ¡Gracias!

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  2. Andre siempre la visitarás a través de tus recuerdos, sus olores, tus conocimientos y sus paisajes que están en tu corazón y que Gracias a Ella tienes...

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